El pasado viernes, en una cafetería de un pueblo de la sierra de Madrid, nos ubicamos cerca de una mesa en la que estaban tres lugareños hablando sobre el bien y el mal, sobre lo divino y lo terrenal, sobre si elegir playa o montaña…
Uno de ellos era un ser repugnante, de esa clase de personas que te autorizan a vivir. Pero a lo que voy y centrándome en el aspecto odiado de este y de otros seres similares: odio a la gente que, cada cosa que dice, es parte de su filosofía de vida. Dicen algo y eso debe hacerse extrapolable a cada caso cotidiano. Y si, además, no te dan elección y sus palabras deben tomarse como verdades eternas, mi odio asciende. A estos les pediría una cosa: relájate y habla de cosas intrascendentes.